De Lolas y Lolitas: la sumisión intelectual de la mujer1.
Lola López Mondéjar
Una de las causas más profundas de que la mujer maltratada permanezca vinculada al hombre maltratador es la sumisión que nos afecta a las mujeres. Como parte sustantiva de los valores ancestrales de género, del mito del amor romántico y de la complementariedad entre los sexos, la sumisión de la mujer está en la base de las dificultades para identificar el sufrimiento y el maltrato, y legitimarse para confrontar la propia experiencia a la lectura que el hombre violento hace de la situación de malos tratos. El maltratador impone a la mujer su versión de cómo es la realidad, la mujer tiene fe ciega en él, confía en su criterio, adoptando una posición subjetiva infantilizada en la que cree que es él el que sabe y ella no, abandonando así su propia interpretación de los acontecimientos para asumir la del varón.
¿Qué nos pasa a las mujeres? ¿ Por qué aceptamos tan fácilmente las razones, los deseos, la autoridad del hombre?
Para dar respuesta a estas preguntas he decidido tomarme a mí misma como objeto y contar mi propia experiencia con uno de los aspectos más difíciles de modificar en lo que a la desigualdad y la violencia de género se refiere: la sumisión intelectual de la mujer.
A menudo me he interrogado sobre la servidumbre voluntaria, el sometimiento de un género por el otro que ya en 1869 analizara Stuart Mill2, atribuyéndolo a que la educación que recibimos las mujeres en el patriarcado “tiende a destruirlas como personas autónomas y a inculcarles como único fin de sus vidas el servicio abnegado a los demás en el doble papel de esposa y de madre… Lo que ahora se llama naturaleza de las mujeres es algo eminentemente artificial, consecuencia de la represión forzada en algunos sentidos, de un estímulo antinatural en otros”3 . La sumisión4 es ese estado de la conciencia que hace que nos prestemos voluntariamente a la dominación del otro, bien sea en lo social como en lo individual. Forma parte de la violencia simbólica que conceptualizó Pierre Bourdieu5, la violencia del discurso que conforma nuestros cerebros y nuestros cuerpos según los dictados del patriarcado.
La sumisión tiene multitud de vertientes, en todas ellas la mujer delega su capacidad de ser independiente, de emitir juicios propios, para adoptar los juicios del hombre.
Vamos a ocuparnos, en concreto, de lo que podríamos llamar sumisión intelectual o cognitiva, esto es, el sometimiento de la mujer a la narración que el hombre, a la versión que la cultura dominante hace de su identidad y de su experiencia. Nos referimos a la colonización – amo este término por sus profundas connotaciones políticas: colonizar6, invadir, apoderarse de, dominar un territorio que es de otro…– de nuestra experiencia, emociones, sensaciones y criterios por los que el género masculino nos impone. En los malos tratos, se trata de la invasión que de la mente de la mujer hace el hombre mediante mecanismos sobradamente descritos, que los psicólogos llaman persuasión coercitiva, de modo que la mujer sustituye su percepción de la realidad por la versión de su compañero, negando su propio pensamiento y, a la larga, su subjetividad.
En el terreno de los malos tratos nos encontramos con la manifestación hiperbólica de la violencia simbólica que el patriarcado ha infligido desde siempre a las mujeres: separarlas del discurso social primero, imponerles el discurso del patriarcado después.
En palabras de Purificación Mayobre7: “El privilegio epistémico otorgado por la cultura occidental a la conceptualización masculina del mundo es la base y la fundamentación de lo que el sociólogo francés, Pierre Bourdieu, denomina dominación masculina o violencia simbólica. Se trata de una violencia muy efectiva, invisible para sus propias víctimas, las que asimilan unos esquemas e instrumentos simbólicos de percepción y conocimiento codificados de acuerdo con la relación de dominación que se les ha impuesto, de modo que sus actos de conocimiento son, inevitablemente, actos de reconocimiento, de sumisión. De este modo, la noción de violencia simbólica se ejerce sobre un sujeto con el consentimiento del mismo, entendiendo que consentimiento es desconocimiento, resultando ser, por lo tanto, un poderosísimo instrumento para el mantenimiento del orden social, ya que el individuo vive en una situación de “actitud natural” y “universal”, caracterizada por ser ajena a los efectos de “desnaturalizacion”, de relativización que genera el encuentro de estilos de vida diferentes, que suelen hacer ver que las “elecciones naturalizadas” son históricamente constituidas, basadas en la tradición y no en la naturaleza”.
La literatura es una gran productora de imaginario, y como tal ha contribuido a extender con muchas de sus obras, la mirada patriarcal y el privilegio epistémico masculino, construyendo figuras del amor, de la masculinidad y la feminidad, que luego son asumidas por los lectores y lectoras de las obras y naturalizadas por medio de la repetición y de la construcción de estereotipos.
Kate Millett en su famosa obra, Política sexual, analizó obras de Henry Miller, Dostoievski, Genet, interpretando las relaciones de dominio y sumisión manifiestas e implícitas en esos textos, derivados de una mirada patriarcal sobre la mujer, esto es, de un sistema de poder y dominación universalmente instituido que se transmite sin violencia a través de la socialización y de los mecanismos psíquicos del poder, reproduciéndose desde la formación de la sociedad propiamente humana de nuestra prehistoria hasta nuestros días.
Un sistema que, apoyándose en el dimorfismo sexual, distribuye los atributos masculinos y femeninos entre un género y otro, de manera supuestamente complementaria, pero, como señalan Millet, Beauvoir y Butler, haciendo de la mujer un síntoma del hombre, es decir, la expresión de sus fantasías, deseos y necesidades.
Y para hablar de la sumisión intelectual, o, en términos de Judith Butler, de la capacidad performativa de las palabras que crean mundos, que tienen el poder instituyente de fijar y naturalizar significados, voy a hablar aquí de otra Lola, una Lola de ficción, de Dolores Haze, de Lolita.
Leí por primera vez Lolita8, de Vladimir Nabokov, cuando tenía veinte y pocos años, esto es, a comienzos de los ochenta. Era una novela fetiche para muchos jóvenes de mi generación, intelectuales incipientes identificados con las ideas de izquierdas que luchábamos contra el franquismo al lado de nuestros profesores de secundaria y de universidad, y de otros grandes intelectuales que nos servían de guía, desde lejos. Todos sabemos hoy de qué trata la historia que cuenta la novela. Voy a contarles la historia que yo leí.
Identificada con la interpretación dominante, la interpretación de los hombres, los dueños del discurso hegemónico, me adherí durante su lectura al punto de vista del narrador, Humbert Humbert, y recorrí la novela identificada con él.
En dicha interpretación, Lolita es la historia de una niña pizpireta y de despertar sexual precoz que seduce con sus encantos al profesor que se aloja en su casa, que decide convertirse en su padrastro para convivir con ella. Para conseguirlo se casa con la madre, a quien bien pronto desea matar, pero, su suerte es tal que enviuda felizmente poco después a causa de un oportuno accidente de tráfico que mata a la, por otra parte poco cariñosa con Lolita, señora Humbert. El profesor es, como él mismo nos confiesa en las primeras páginas de la novela –toda ella es una confesión del narrador escrita en la cárcel- sensible desde hace años a los atractivos de las nínfulas, como llama a las niñas de entre nueve y trece años, en las que intuye –observemos el punto de vista, por favor- una sexualidad despierta y excitada que él está dispuesto a satisfacer.
Esa lectura fue la que más efectos tuvo sobre la colectividad, avalada por la opinión de numerosos comentaristas de la obra. Tomo como ejemplo sólo algunos de ellos.
En el prólogo de la edición que manejo ahora, Juan Bonilla afirma de la novela que: “Lolita es, sobre todo, una monumental historia de amor imposible, prohibido, destinado al fracaso, además de un fascinante examen de los fantasmas que dominan la existencia del protagonista y la vivisección extraordinaria de una adolescente que cobrando certeza de su hermosura (es decir, de su poder) y cuya perversión nos parece tan natural como endiabladamente encantadora. Cómo esa criatura angelical va desarrollándose hasta que el tiempo camufla su poder y la convierte en un ser vulgar….”. Observemos los términos “perversión” e “historia de amor”.
Sigue Bonilla: “Con Lolita, Nabokov creó además uno de los pocos mitos que ha sido capaz de elaborar la literatura de este siglo. La nínfula, la adorable criatura que esclaviza y convierte en ateridos enfermos a quienes la desean y quedan aplastados por la conciencia del pecado. Humbert Humbert… es un tipo triste, desesperado, oprimido por un pasado trágico, a la vez que alguien que no sabe contener su pasión, que es capaz de perderlo todo por conseguir lo que ama”.
En el mismo sentido, la niña que seduce al adulto y la calificación de la obra como una novela de amor apasionado, se manifiesta Fréderic Beigbeder9, que apela a Freud y Doltó para certificar la sexualidad infantil: “Quisiera recordar que es Lolita quien seduce a Humbert Humbert, se muestra más que consintiente, es una calientabraguetas redomada, una pequeña (PALABRA CENSURADA)”(pag. 112). No comentaré la frivolidad de la lectura de Beigbeder, que espero quede sobradamente demostrada a lo largo de este estudio.
Juan Villoro, en un excelente artículo10 mucho más matizado que el prólogo de Bonilla y la lectura de Beigbeder, afirma:
Lolita representa la construcción de un arquetipo. En su decimosegunda novela, Vladimir Nabokov trazó un personaje tan emblemático como Werther, Don Juan, Hamlet, Fausto, Emma Bovary o Tirano Banderas. Ajeno a los temas ampulosos, creó un mito improbable: una niña caprichosa, de calcetines sucios, con una inolvidable cicatriz en el tobillo, dejada por un patinador; una «consumidora ideal», siempre dispuesta a mascar el chicle mejor publicitado, que al ver el zapato de una víctima en un accidente automovilístico comenta con frialdad mercantil: «ése era exactamente el mocasín que quise describirle al empleado de aquella tienda»; una mezcla de madurez a destiempo e inocencia vulnerada; una vampiresa accidental, a punto de regresar a su condición de niña solitaria; una tenista veleidosa, que arriesga más en su segundo saque; una experta en bailar con un aro en la cintura; una conocedora de todo lo que le gusta y le duele a los mayores; una tirana del deseo incapaz de beneficiarse de sus poderes; la más irregular de las musas (pags 111-114).
Ni siquiera una mujer, Nina Berberova11, escapa de esta interpretación romántica cuando define el tema de Lolita como “el amor de un hombre de cuarenta años por una nínfula de doce años o, más exactamente, el de una pasión voluptuosa que se transforma en amor”. Berberova encuentra que en Lolita hay también una reciprocidad de la niña respecto a los acercamientos sexuales de su raptor, que ella observa también en las niñas protagonistas de dos novelas de Dostoievski. Es decir, Berberova contempla la novela desde el punto de vista de Humbert, sin distanciarse de él, e insiste en que se trata de “una novela de amor”. La lectura hegemónica patriarcal se impone por igual en uno y otro género.
Lionel Trilling, crítico norteamericano de referencia durante los años 50-60, insistió siempre en que se trata de una grandiosa historia de amor. Cito: “En la narrativa reciente, ningún amante ha pensado en su amada con tanta ternura, ninguna mujer ha sido tan encantadoramente evocada, con tanta gracia y delicadeza como Lolita”12, la única objeción, como señala Brian Boyd –el biógrafo de Nabokov–, es que Lolita no es una mujer sino una niña de doce años.
En The Partisan Review, la más seria revista intelectual americana13 juzgaron la obra como un texto gracioso, “el libro más gracioso que recuerdo haber leído”, cuando tanto la actitud melancólica de Humbert, que persigue un amor perdido en su infancia, como la orfandad de Lolita rezuman una inmensa tristeza.
Para JJ. Navarro Arisa14 la cuestión de la seducción está igualmente clara:
La gran pregunta y la gran incitación de Lolita es ¿quién seduce a quién, quién es la marioneta y quién tira de los hilos? ¿El enfebrecido y delicuescente Humbert Humbert, profesor y traductor, que imagina y persigue su objeto de deseo hasta obtener una satisfacción mecánica que no hace sino aumentar su desequilibrio, o la ninfa que parece crecer desde una ingenuidad preconsciente y perturbadora hasta un influjo que se vale astutamente de su supuesta inocencia para manipular a su aparente conquistador?
Como afirma Azar Nafisi, Angelito, monstruito, corrupta, superficial y niña mimada son algunos de los adjetivos asignados a Lolita por sus críticos. Humbert siente una despreocupación moral, una indiferencia que se refleja en su actitud insensible hacia el hijo muerto de Charlotte, de dos años, y de los sollozos nocturnos de Lolita.
Lolita nos viene dada como una creación de Humbert, se convierte en un reflejo de sus deseos. Para reinventarla, Humbert debe despojar a Lolita de su historia real y reemplazarla por la suya propia, convirtiéndola en la reencarnación de su amor juvenil perdido y no correspondido, Annabel Leigh. Egofagia de Lolita por Humbert. Humbert inmoviliza a Lolita de la misma manera que está inmovilizada la mariposa; él la quiere para sí.
Sólo una crítica mucho más reciente de Martin Amis15 de 1992 y otra de Kate Millett de 1969, escapan de las anteriores opiniones sobre Lolita. Amis se enfrenta a la novela desde la perspectiva de la niña, y afirma: “Humbert Humber es, sin la menor duda, un pervertido en el sentido más clásico” (pag. 470); “Lolita es un libro cruel acerca de la crueldad”(pag. 470); “Lolita es una historia de abusos sexuales crónicos” (pag. 479); Humbert fuerza a Lolita durante dos años, al menos dos veces al día. Y, por último, “Lolita es una creación de Humbert, sólo sabemos de ella lo que éste nos dice” (pag. 474). Kate Millett es clara al respecto: “Lolita constituye un canto al rapto, a la violación y a la coacción física, además de un análisis de la terrible pasión de un alma perdidamente enamorada que ha seguido al pie de la letra el mito patriarcal de la esposa-niña”16.
Lolita fue recibida con escándalo en 1958, prohibida en varios países, sometida a procesos judiciales, pero pronto empezó a cosechar el reconocimiento que se merece como obra literaria, y cuando llegó hasta mí en los ochenta, a su alrededor se expandía la mirada de Humbert, y no la del propio Nabokov, quien pensaba de su protagonista lo siguiente: “un desgraciado, vanidoso y cruel que se las ingenia para parecer “conmovedor””17. Por no entrar en la teoría del doble: Claire Quirty como doble de Humbert, a quien Humbert mata por haberle robado a Lolita18.
La mirada de Humbert sobre ciertas niñas de doce años cundió como la pólvora entre los hombres y mujeres de entonces, se naturalizó, porque, seguramente, forma parte de las fantasías masculinas y de la razón aprendida por las mujeres de convertirse en aquello que es adorable para ellos. Algunos de mis amigos confesaban abiertamente ser unos lolitómanos, en serio o en broma; las nínfulas eran el no va más del atractivo sexual y nadie, ni yo misma tampoco, advertía la realidad de la historia de Dolores Haze, cuyo nombre, que nos habla de dolor, es olvidado al comienzo de la novela para sustituirlo por ese otro Lo, Lola, Lolita. Que comparto.
Nabokov pone en boca de Humbert su propia condena: “de ser yo quien me juzgara, habría condenado a Humbert a treinta y cinco años por violación y habría desechado el resto de las acusaciones”. Pero, aún así, hubo críticos como Robert Davies que afirmaron que el tema de la novela no es “la corrupción de una criatura inocente por un adulto astuto, sino la explotación de un adulto débil por una criatura corrupta”19 (pag 565). Fue esta versión generalizada, contraria a los propósitos del autor, la que nos llegó al cine, la que se popularizó en el mundo entero y la me llegó a mí.
La literatura es un poderoso agente de formación de imaginario, sobre todo para jóvenes en proceso de desidentificación de los valores conservadores aprendidos en la familia y la escuela, y de construcción y búsqueda de otros valores nuevos. El prestigio de la escritura, de Nabokov, de la crítica, eran reguladores privilegiados, a los que tomar por modelo.
Resumiendo, según se desprendía de todo lo anterior, experimentar la pasión amorosa consistía en ser raptada por un hombre, como en la mejor tradición mitológica; y vivir una historia grandiosa de amor se convirtió en sinónimo de la apropiación de la vida de la mujer por parte del varón, el viejo y pictórico rapto. Además, las niñas de doce años tenían un poder sexual capaz de despertar pasiones incontrolables en los hombres adultos, que caían rendidos a sus pies, desde donde ellas les pedían a gritos ser violadas.
Digamos que la banalización de las teorías de Freud y de su descubrimiento de la sexualidad infantil contribuyeron a echar más leña al fuego. El polimorfismo sexual al que se refiere como predominante en la sexualidad infantil preedípica se convirtió en los años 60 en un pansexualismo que liberaba de las ataduras de la estrechez americana de las décadas inmediatamente anteriores, y del nacionalcatolicismo español para los lectores nacionales.
La película de Stanley Kubrick, que se estrenó sin éxito en Nueva York en 1962, no hizo sino vulgarizar y reforzar el arquetipo: Lolita, interpretada por Sue Lyon, era una adolescente de 16 años (los estudios no se atrevieron a rodarla con una actriz de doce) que seduce a un Humbert pasivo y bobalicón, del que está enamorada. De él no conocemos su anterior afición a las nínfulas, fundamental en la novela –en la que Lolita es la reencarnación de Annabel, un amor de la infancia de Humbert– más que por alguna frase suelta de su diario, lo que contribuye a afianzar la idea de la seducción activa de la niña.
El guión era del propio Nabokov, aunque completamente transformado por Kubrick, hasta el punto que el autor dirá que “sólo se habían utilizado retales de mi guión”20.
En palabras de Boyd: “Con una Sue Lyon que aparentaba diecisiete años y la pasión de Humbert por las nínfulas totalmente omitida, la película perdía toda la tensión y el horror de la novela”.
Louis Malle había estrenado en 1959 su película Zazie dans le metro, basada en la obra homónima de Raymond Queneuau, cuya protagonista, Cathérine Doumongeot , notablemente más niña que Sue Lyon, hubiese sido la elegida por Nabokov para Lolita, según confesó el propio escritor, lo que, seguramente, hubiese rescatado para el film la desigualdad de la relación y el abuso sexual al que se somete a la niña.
La versión de Adrian Lyne de 1997, continuó identificándose con la mirada del narrador, aunque, si bien pone de manifiesto la primera pasión juvenil de Humbert por Annabel Leight, su atracción por Lolita aparece como más amorosa que sexual, de manera que se le desculpabiliza bastante, al tiempo que se incrementan las escenas de seducción abierta protagonizadas por la niña.
Hasta aquí las opiniones críticas y el imaginario hegemónico que se difundió a propósito de la novela.
Mis veinte años eran en Europa un momento donde triunfaba la inocencia salvaje de Brigitte Bardot. Lo infantil se perfilaba como un factor de atracción sexual indiscutible. Hasta la racional y feminista Simone de Beauvoir dedicó un ensayo en el que ensalzaba a la Bardot, Brigitte Bardot and the Lolita Syndrome21, explicando la atracción que ejercía entre los hombres y las mujeres por su fuerza instintiva y su carácter infantil y perturbador, y alabando su liberalismo y su desprecio por las normas sociales. Ella misma fue expulsada del instituto Moliére de Paris y suspendida de la educación pública como consecuencia de la denuncia de la madre de una alumna, que la acusa de corrupción de menores22, bajo el gobierno de Vichy. Denuncia que consta en todas sus biografías, pero cuya veracidad no conseguimos averiguar, inclinándonos por atribuirla una parte a los prejuicios del gobierno pronazi, otra a la liberalidad de las costumbres afectivas de Beauvoir. Sus amoríos posteriores con estudiantes hacen patente la liberalización de las costumbres sexuales que imperaba entre cierta élite intelectual francesa, sensible a los cambios sociales y a la revolución sexual que se extendía por doquier.
En fin, leí por vez primera Lolita y adopté la perspectiva popularizada por el cine y por cierta crítica de la novela, la interpretación dominante que banalizaba los hechos y simplificaba la historia a favor de una versión afín a las fantasías sexuales de los hombres.
En ningún momento, me avergüenza decirlo hoy, percibí el menor sesgo en esa interpretación que entendía unánime, no enarbolé bandera alguna en su contra, no escuché la voz de Lolita –que se oye tímidamente, pero con regularidad, en el libro23 –, ni tuve en cuenta sus continuos esfuerzos por escapar, sino que me hice cómplice de los varones, de la convincente mirada de Humbert, y jugué con ellos a la irreverencia, adoptando su misma opinión.
Por aquellos años, ahora lo sabemos con horror, en Holanda, los pederastas incluso defendían abiertamente su derecho a practicar una sexualidad que juzgaban saludable tanto para ellos como para los niños que seducían. El puritanismo de los cincuenta había dado paso en los sesenta a la revolución sexual de la cultura hippie, el rock y el amor libre.
Recordemos, es sólo una apostilla, que en España los 80 fueron los años de la transición, de la apertura, de la movida y la ruptura de tabúes del franquismo y de la sociedad fanáticamente católica que nos precedió. Eran años en el que las jóvenes de entonces vivíamos la revolución sexual y feminista y, en nuestro afán por desvincularnos de lo anterior, afrontábamos la bandera del amor libre sin demasiados matices24.
Además, y lo digo nuevamente en mi perjuicio, yo no era entonces una lectora seria, analítica, como diría el mismo Nabokov, sino una “mala lectora”25 que leía los textos llena de curiosidad, como si fueran las nuevas catedrales en cuyos legajos venerados se aprendía a vivir y a sentir, como nuestras madres lo hicieron en los catecismos; tal y como lo hacía, en opinión de Nabokov, la misma Emma Bovary: “Lo importante es que ella es una “mala lectora”. Lee libros emocionalmente, a la manera superficial de los jóvenes, poniéndose en lugar de esta o aquella heroína” (pag. 209).
Continué durante toda mi vida adulta colonizada por esa interpretación patriarcal de Lolita. A pesar de mis estudios sobre psicoanálisis y género, a pesar de mi militancia a favor de la liberación de la mujer, nunca cuestioné el punto de vista de Humbert Humbert, ni las consecuencias que el mismo traía para la sexualidad de la niña. Hube de esperar a diciembre de 2008, en la Feria del libro de Guadalajara para cambiarla. Y lo digo, de nuevo, con culpa.
Había llegado hasta allí a presentar mi primer libro de relatos, y aproveché para escuchar una mesa redonda coordinada por mi amigo Alberto Ruy Sánchez, titulada: Luz y sombra del erotismo, en la que intervenían dos mujeres admirables: Lidia Cacho y Sanjuana Martínez, periodistas y escritoras ambas. Sanjuana Martínez es muy conocida en su país por su denuncia de los feminicidios de Ciudad Juárez y de otros lugares de México, y por su investigación sobre la connivencia y el silencio de la iglesia mexicana en un famoso caso de pederastia que ella misma investigó hace años. El ocultamiento que la institución eclesiástica hizo de los hechos facilitó que el sacerdote acusado siguiese abusando de otros 30 niños más después de los primeras denuncias. Todo eso que tanto nos suena ahora a los europeos.
Ellas hablaban de violencia a la mujer y a los niños, yo escuchaba y aprendía. Conocía el tema de primera mano a través de Diana Washington Valdés26, y no me sorprendió su denuncia.
Lo que me sorprendió, y esto es de lo que quiero hablarles, fue un episodio menor, contado tangencialmente, casi como una digresión íntima, por Sanjuana.
Nos contó lo siguiente: Cuando era adolescente su madre le dio a leer Lolita y ella, al terminar su lectura, y sorprendida de que hubiese elegido justamente ese libro, le comentó asqueada: “!Qué bárbaro!, mamá, ¡cuánto ha sufrido esa niña!”.
Aquellas palabras me produjeron una conmoción de la que aún no me he repuesto. Creo, incluso, que para saldar mis cuentas con Lolita es por lo que les hablo de esto hoy aquí. La adolescente que fue Sanjuana había encontrado rápidamente el modo de salir del discurso imperante para adoptar la perspectiva de la niña Lolita, huérfana, incomprendida por su madre, abusada por su padrastro. Un instinto espontáneo de supervivencia y autonomía intelectual la hizo acusar estos hechos y rebelarse ante ellos, denunciar el maltrato que la, por otra parte magnífica – la literatura no puede ser objeto de censura moral – novela de Nabokov, también mostraba.
Con esa frase, Sanjuana Martínez denunciaba también mi propio sometimiento. Mi sumisión intelectual a la versión patriarcal.
Creo que me sonrojé. Me sentí culpable, idiota, inconsciente, sumisa, sometida a la mirada que la sexualidad masculina ha impuesto a la femenina. Y me propuse investigar esta sumisión.
Por supuesto, como no podía ser menos, volví a leer Lolita.
Todo estaba allí, a Nabokov no cabe reprocharle la menor contribución en el imaginario hegemónico que aquí denuncio. El propio autor, comentaba lo siguiente al respecto a Bernard Pivot27:
«Nabokov es Lolita», es la ecuación de siempre. ¿No acaba molestándole el éxito de Lolita, tan considerable que se puede pensar que usted es el padre de una única niña algo perversa?
-Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert, a quien una vez pregunta: «¿Siempre viviremos así haciendo toda clase de porquerías en camas de hotel?» Pero respondiendo a su pregunta: Su éxito no me molesta. Yo no soy Conan Doyle quién, por esnobismo o pura estupidez, prefería ser conocido como autor de una historia de África (risas), que imaginaba muy superior a su Sherlok Holmes. Y es muy interesante plantearse como hacen ustedes los periodistas, el problema de la tonta degradación que el personaje de la nínfula que yo inventé en 1955 ha sufrido entre el gran público. No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras. Muchachas de 20 años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas, o simples delincuentes de largas piernas, son llamadas nínfulas o «Lolitas» en revistas italianas, francesas, alemanas, etc. Y las cubiertas de las traducciones turcas o árabes. El colmo de la estupidez. Representan a una joven de contornos opulentos, como se decía antes, con melena rubia, imaginada por idiotas que jamás leyeron el libro. En realidad, Lolita es una niña de 12 años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos; entre ese vacío, ese vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro, convierte en criatura mágica a aquella colegiala americana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Éste es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa.
Cuando Humbert recoge a Lolita del campamento adonde la habían enviado el mismo verano en que muere su madre –antes de esta muerte, recuérdese – , él ya había planeado minuciosamente sedarla para obtener más fácilmente sus favores sexuales, había comprado pastillas, y planificado minuciosamente su asalto, pero Lolita, en el coche, antes de llegar al hotel, toma aparentemente la iniciativa:
Se precipitó literalmente en mis brazos… con un estremecimiento impaciente, apretó su boca contra la mía con tal fuerza que sentí sus grandes dientes delanteros. Sabía, desde luego, que no era sino un juego inocente de su parte, un retozo que imitaba el simulacro de un amor inventado, y puesto que, como dirían los psicópatas y también los violadores, los límites y reglas de esos juegos infantiles son imprecisos, o al menos demasiado infantilmente sutiles para que el partícipe de mayor edad los perciba, yo sentía un terror fatal de ir demasiado lejos y hacerla retroceder espantada y asqueada”. (pag. 106).
Cuando llega la noche, en la posada de Los cazadores encantados, Lolita es sedada por Humbert Humbert, que pretende drogarla para gozar de ella y preservar, al mismo tiempo, su pureza.
Aunque esa pureza hubiera sido ligeramente turbada por alguna experiencia juvenil erótica, sin duda homosexual, en ese maldito campamento. (pag. 116)
Pero Lolita se despierta apenas él sube a la habitación, después de dejar que transcurra el tiempo suficiente para que las pastillas hicieran su efecto. Humbert decide esperar hasta el día siguiente y multiplicar la dosis, para no espantar prematuramente a su nínfula y poder disfrutarla impunemente durante más tiempo. Sin embargo, por la mañana, al despertar, Lolita, de nuevo, toma la iniciativa.
¡Frígidas damas del jurado! Yo había pensado que pasarían meses, años acaso, antes de que me atreviera a revelarme a Dolores Haze; pero a las seis ya estaba despierta, y a las seis y quince éramos amantes (pag. 123)…
No obstante, Humbert, más inteligente que muchos de sus lectores, no se engaña en absoluto sobre lo que esos juegos significan para la niña.
Consideraba el acto en sí apenas como parte de un mundo furtivo de jovenzuelos, desconocido para los adultos (pag. 125).
Con una intuición genial, Nabokov señala aquí la errónea interpretación adultocentrista sobre la sexualidad o el erotismo infantil, algo que es hoy un lugar común en la crítica que los estudios de género hacen al psicoanálisis, pero que costó demasiado esfuerzo y tiempo identificar. El adulto proyecta su sexualidad en los niños, cuya sensualidad corre por lugares distintos. Nabokov lo sabe, y Humbert también.
Poco más adelante reconoce que:
Era una huérfana. Una niña solitaria, desamparada, con la cual un estúpido adulto había tenido tres veces un extenuante contacto sexual esa misma mañana (pag. 130)
En el hotel pedimos cuartos separados, pero en mitad de la noche vino a mí sollozando y lo hicimos muy suavemente. ¿Comprenden ustedes? Lo no tenía absolutamente ninguna parte adonde ir. (pag. 132)
Es decir, el desamparo de la niña es tal que, como sucede entre los niños maltratados, la entrega al maltratador es preferible a la soledad y el abandono temidos. La protección de Humbert, perversa, es el único refugio que le queda a Dolores Haze, huérfana de padre y madre.
A pesar de no engañarse en absoluto sobre la naturaleza de las iniciativas sexuales de Lolita, el deseo de Humbert puede más que sus tímidos escrúpulos, y su fiel interpretación de las motivaciones de la niña no frenan en absoluto su determinación de convertirla en su esclava sexual. Sus vaivenes morales son constantes a lo largo de la novela: del autorreproche al cinismo, de la racionalización a la amenaza, de víctima de su deseo a verdugo.
A lo largo de la novela, Dolores Haze llora cada vez que el monstruo la viola, y Humbert, el narrador, confiesa estar al corriente:
El encantador, confiado, soñador, enorme país que entonces, retrospectivamente, no era para nosotros sino una colección de mapas de puntas dobladas, libros turísticos estropeados, neumáticos gastados y sus sollozos en la noche –cada noche, cada noche – no bien me fingía dormido. (pag. 163).
Si Lolita acepta la relación incestuosa es porque no tiene adónde ir, porque vive bajo la amenaza de ser llevada a una institución para niñas descarriadas. Nabokov no ahorra ocasión para recordárnoslo:
En términos más claros, si nos pescan serás analizada e institucionalizada, mi chiquilla… Machacando todo esto, logré aterrorizar a Lo, que a pesar de sus aire vivo y alerta y sus muestras de ingenio no era una niña tan inteligente como podía sugerirlo el informe de su campamento (pag. 141)
Si aplicamos un oído atento e insumiso, Dolores Haze no es más que una púber hermosa que explora su atractivo como todas las niñas, para llamar la atención de los varones, ensayando la seducción adulta, sólo que Lo es mirada por un fauno rijoso que adora su vello dorado, un pederasta que el genio de Nabokov convierte en un personaje cruel, pero extremadamente interesante.
Todo esto estaba en la novela, como volvió a estarlo en La casa de las bellas durmientes de Kawabata, o en Memoria de mis putas tristes, de García Márquez, ese deseo del hombre de paralizar a la mujer para gozar de ella, de sedarla, de pasivizarla, de “encarcelarla en su isla de tiempo embelesado”, como dice Humbert . Allí estaba la mirada masculina sobre nosotras, las atribuciones sobre nuestra sexualidad, la construcción pigmaliniana de nuestro ser, de parte del único sujeto de esta historia: el varón.
Oh, tenía que vigilar con ojos atentos a Lo, a la voluble Lolita… Quizá a causa del constante ejercicio amoroso, a pesar de su aspecto infantil, irradiaba cierto lánguido fulgor que provocaba en los tipos de las estaciones de servicio, en los mozos de hotel, en los dueños de automóviles lujosos, en los jovenzuelos tostados junto a piscinas azuladas estallidos de concupiscencia que habrían acicateado mi orgullo de no haber lacerado mis celos. (pag. 148).
El discurso del hombre sobre nosotras, la conversión de la mujer de sujeto en objeto de las fantasías sexuales masculinas se expresaba en esta muestra de violencia simbólica que es la conversión de Dolores Haze en Lolita por parte de Humbert Humbert. Tal y como sucede con el maltratador hacia la mujer maltratada: aislándola, secuestrándola, ignorando su subjetividad.
Los procesos son tan equiparables que obvio mostrar uno a uno sus ítems.
Humbert alaba su cuerpo de nínfula mientras habla de ella, de otros aspectos de su personalidad, con infinito desprecio. La mujer, la niña, reducidas exclusivamente a un cuerpo, a un instrumento de placer. ¿Es esto la historia de amor que alababa la crítica?
Mentalmente la consideraba una chiquilla convencional hasta la repulsión. (pag. 138)
Dolores Haze habla de violación, llora, quiere huir, se hace pagar pequeñas cantidades para acceder a los deseos de Humbert, según nos cuenta cínicamente él mismo.
Tengo ahora ante mí la desagradable tarea de registrar una caída definitiva en la moral de Lolita…. Conocedora de su magia y el poder de su boca, se las arregló –¡en el lapso de un año escolar – para elevar el precio de un abrazo especial a tres y hasta cuatro billetes. (pag. 170).
Y para que él consiga sus favores:
…y necesitaba horas de persuasiones, amenazas y promesas para conseguir que me prestara durante algunos segundos sus miembros tostados en el secreto de mi cuarto por cinco dólares, antes de emprender cualquier diversión que prefiriera a mi humilde goce.
Esta era la verdad. Dolores Haze es un niña de doce años que prefiere jugar y que es sistemáticamente violada por su padrastro durante un largo viaje en coche de dos años por Norteamérica. Un hombre de cuarenta años que la desea desde el momento mismo en que la vio, que proyecta en ella un amor de juventud, la secuestra, la rapta, se apropia de su vida28 y la convierte en su sueño erótico. Pero para la niña no se trata de un juego, Lo-li-ta, no es un objeto sexual, no es una figura poética, es Dolores Haze, doblemente huérfana y abusada.
Ese crimen de Humbert no recibe castigo, aunque la amenaza de ser descubierto está siempre presente, sino que Humbert se encuentra en la cárcel por haber matado a Claire Quirty, el dramaturgo con quien Lolita se escapa y que la abandona por no acceder a sus juegos eróticos. Esa es la historia. Nabokov la cuenta entera, si bien, es la mirada patriarcal la que usurpa y borra una parte de esa verdad: el dolor de la niña.
Recuerdo que la operación estaba terminada, terminada por completo, y Lo lloraba en mis brazos –una admirable tempestad de sollozos después de uno de los accesos de malhumor que se habían hecho tan frecuentes en ella durante ese año, por lo demás admirable –. (Pag. 157)
El cinismo de Humbert al llamar al abuso operación, la desfachatez de incluir en el mismo párrafo los sollozos frecuentes y la calificación del año “por lo demás admirable”, vuelven a ponernos en la pista del borramiento que hace el narrador de la personalidad de la niña, de su consideración única y exclusivamente como objeto de placer. En este sentido, la novela es paradigmática para mostrar el ocultamiento que el mito del amor romántico hace de la complementariedad entre los géneros: donde aparentemente parece que se trate de dos voluntades dichosamente encontradas, dos sujetos iguales, estamos antes la imposición de una única subjetividad, la masculina, sobre otra.
Sólo hacia el final de la novela, cuando su criatura está casada y espera un hijo, Humbert parece interrogarse sobre quién era Dolores Haze, la “aguerrida Dolly Schiller”, afirma, usando para ella el apellido de su joven marido, atribuyéndole por primera vez agencia.
Y mientras mis piernas de autómata seguían andando, me impresionó el hecho de que sencillamente no sabía una palabra sobre el espíritu de mi niña querida, y que sin duda, más allá de los terribles clichés juveniles, había en ella un jardín y un crepúsculo y el portal de un palacio: regiones vagarosas y adorables, completamente prohibidas para mí, ajenas a mis sucios andrajos y a mis convulsiones (pag. 260).
Pertenece a ese declive final de Humbert, abandonado por Dolly Schiller, una escena que él recuerda, y que nos habla de su deseo imperioso, ese imperioso deseo de los hombres que se ha impuesto sobre nosotras como lo hacía sobre Lolita. La imagen no puede ser más devastadora, más expresiva para mostrar el hastío de la niña.
Recuerdo ciertos momentos, llamémoslos témpanos paradisíacos, en que después de saciarme de ella –al término de fabulosos, dementes conatos que me dejaban exhausta y transido de azul –, la recogía en mis brazos, al fin con un mudo plañido de ternura humana (su piel brillaba a la luz de neón que llegaba del camino pavimentado, a través de las varillas de la persiana, y tenía las negras pestañas pegadas y los ojos más vacíos que nunca, exactamente como los de una pequeña paciente todavía mareada por una droga, después de una operación grave), y la ternura se ahondaba en vergüenza y desesperación, y yo sostenía y mecía a mi solitaria y pequeña Lolita en mis brazos de mármol, y gemía en su pelo tibio, y de cuando en cuando la acariciaba y pedía su bendición sin palabras, y en la cúspide misma de esa ternura humana, agonizante, generosa, –mi corazón estaba pendiente de su cuerpo desnudo, ya en vías de arrepentimiento – súbitamente, irónicamente, horriblemente, el deseo se henchía de nuevo y… oh, no decía Lolita con un suspiro al cielo, y un momento después la ternura y el azul… todo estallaba (pag. 261).
Humbert mismo nos aclara los motivos de esta y otras metamorfosis de sus afectos, que acaban siempre anteponiendo egoístamente su deseo al deseo del otro.
En esta ocasión, como en otras semejantes, mi costumbre era ignorar los estados del alma de Lolita y consolar a mi propia alma vil (pag. 262).
Acabé la novela, lo repito, y me sentí vulnerable, inconsciente y estúpida. Ni toda mi formación, ni mi experiencia toda, habían podido desligarme de esa mirada ubicua: la que el hombre proyecta sobre la mujer convirtiéndonos en aquello que desean que seamos.
Durante toda mi vida había luchado contra esa mirada; por diferentes medios he denunciado los aparatos ideológicos, las narraciones capciosas que nos silencian, que usurpan nuestra experiencia para adaptarnos a otra; desde que tengo uso de razón he procurado alzar mi voz y enseñar a otras a hacer lo propio con la suya. Pero todo esto no me había privado de caer en sus redes. Adoptar el punto de vista propuesto por el discurso dominante es negar nuestra subjetividad, enmudecernos voluntariamente.
Lo mismo que le sucede a la mujer maltratada.
El paralelismo entre la apropiación de la vida de Lolita y la que el maltratador hace de la mujer maltratada es total. Y también el hombre violento interpreta su rapto y su violencia hacia la víctima como derivados de su grandioso amor.
La firmeza del patriarcado se asienta también sobre un tipo de violencia de carácter marcadamente sexual, que se materializa plenamente en la violación, afirma Kate Millett29.
Rapto, sometimiento, imposición de su sexualidad y de sus necesidades afectivas, aislamiento… Hasta ese arrepentimiento final de Humbert tiene su correspondiente en el hombre maltratador: en la mujer, es ese atisbo de culpa, ese rasgo de ternura, el que confirma la versión oficial de los hechos: el amor incalculable que el hombre le tiene. Es ese arrepentimiento lo que refuerza la patología de ese vínculo de supuesto amor.
Aunque la decadencia del amor romántico en el siglo XXI es una hipótesis destacada por muchos analistas (Bauman30, Beck31), la pervivencia del modelo romántico en nuestros días es más que evidente en el cine, moderno educador sentimental que nos enseña a amar como antes lo hiciera la literatura, aunque de modo más masivo. Pongamos como ejemplo la famosa saga Crepúsculo, basada en la novela de Stephenie Meyer, donde la entrega de la mujer al vampiro del que está enamorada es absoluta.
Decía Nabokov que los lectores nacieron libres y deben seguir siendo libres, y esa libertad es de la que tenemos que apropiarnos Las mujeres a la hora de leer e interpretar los textos desde nuestra propia mirada, sin dejar que interpretaciones patriarcales se interpongan entre ellos y nosotras. Hablamos del paso de la heterodesignación que convierte a la mujer en objeto amoroso y estético, a la autoasignación que resignifica su destino en base a su experiencia sentida.
La confesión de Sanjuana y mi relectura de Lolita permitieron resignificar y reinterpretar un texto canónico, distinguirlo con precisión de la lectura capciosa que de él se difundió, y rescatar mi propio pensamiento de la sumisión intelectual a la que la idealización de la crítica, el saber atribuido siempre a lo masculino – con demasiada frecuencia sinónimo de canónico – , me habían condenado.
1 Una versión reducida de este artículo sirvió de base de la intervención presentada en una mesa redonda dentro del programa del I Congreso celebrado en Santiago de Compostela, 24 y 25 de noviembre 2010, De Miss Marple a Lisbeth Salander: Literatura y Violencia de Género.
2 STUART MILL, J.: “El sometimiento de las mujeres”, Biblioteca Edaf, Buenos Aires, 2005.
3 Idem, pag. 107.
4 La definición de sumisión del diccionario Manuel Seco, es : 1. Acción de someter (se) a una autoridad o dependencia… .2. Cualidad de sumiso.
5 BOURDIEU, P.: “La dominación masculina”, Anagrama, Barcelona, 2000.
6 El paralelismo entre las dinámicas que el patriarcado ejerce sobre el hombre y la mujer y los mecanismos de poder que se ponen en juego en la dinámica metrópolis-colonia es amplio y jugoso, si bien no sea objeto de este trabajo.
7 MAYOBRE, P.: “Micromachismos invisibles, los otros rostros del patriarcado”, Rebelión, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=116427
8 Las citas corresponden a la edición de El Mundo, Millenium, las 100 joyas del milenio, traducción de Enrique Tejedor, Madrid, 1999.
9 BEIGBEDER, F.: “Último inventario antes de liquidación”, Anagrama, Colección argumentos, Barcelona, 2002.
10 Villoro, Juan, La piedad del asesino, Letras Libres, mayo 1999 (edición virtual).
11 BERBEROVA, N.: “Nabokov y su Lolita”, La Compañía de los libros, Madrid, 2010.
12 Citado por Brian Boyd, “Vladimir Nabokov. Los años americanos”, Anagrama, Barcelona, 2006.
13 Citada por Boyd, pag. 378.
14 JJ Navarro Arisa, La Esfera, http://www.elmundo.es/esfera/ficha.html?27/esf924264576
15 AMIS, M.: “La guerra contra los clichés. Ensayos sobre literatura” Anagrama, Barcelona 2001.
16 MILLET, K.: Política sexual. Ediciones Cátedra, Valencia, 2010.
17 Citado por Boyd.
18 Cito a Susana Navarro Adam, en La parodia en Lolita de Vladimir Nabokov:“Este peligroso equilibrio también se mantiene en el doble de Quilty y Humbert, porque Quilty es a al vez una proyección de la culpabilidad de Humbert y una parodia del doble psicológico. Al hacer a Quilty demasiado culpable, Nabokov asalta la convención del dúo bueno-malo que se encuentra en la tradicional historia del doble. Humbert ha dejado a los lectores creer que cuando mata a Quilty en el capítulo 35 (parte II), el poeta bueno ha exorcizado al monstruo malo, pero esta idea no se distingue claramente, sobre todo en la escena en la que Humbert y Quilty forcejean: » … rodé sobre él, rodamos sobre mí. Rodaron sobre él. Rodaron sobre nosotros». Y aunque la parodia culmina con «era una riña muda, blanda, informal, de dos literatos», ésta se mantiene a lo largo de toda la novela.” Samara: http://www.uv.es/samara/actas113.html.
19 Robertson Davies, citado por Brian Boyd.
20 Citado por Brian Boyd, idem
21 BEAUVOIR, S.: “Brigitte Bardot and the Lolita Syndrome. Reynal an Co. New York, 1960.
22 CRUZ, M.: Amo luego existo. Los filósofos y el amor. Espasa libros, Madrid, 2010.
23 “¿Recuerdas?… el hotel donde me violaste” (pag. 186) “Dijo que me odiaba. Dijo que había intentado violarla varias veces cuando era inquilino de su madre. Dijo que estaba segura de que yo había asesinado a su madre” (pag. 189). Lolita.
24 El daño que a las mujeres, dóciles, de los ochenta, infligió la supuesta liberación sexual no fue menor, pero no es el objeto de este texto.
25 NABOKOV, V.: “Curso de literatura europea”, Ediciones B, Barcelona, 2007.
26 WASHINGTON VALDÉS, D.: “Cosecha de mujeres. Safari en el desierto mexicano”, Editorial Océano, 2005.
27 Apostrophe, Bernard Pivot. Televisión Francesa, 1975.
28 Azar Nafisi, en su texto “Leer Lolita en Teherán”, Quinteto, El Aleph Ediciones 2008, llama egófagos a quienes se apropian de la vida de otros. Y compara la situación de las mujeres iraníes, secuestradas, despojadas de sus vidas por la Revolución Islámica, con Lolita.
29 MILLETT, K.: “Política sexual”, Cátedra, Valencia, 2010, pag 101.
30 BAUMAN, Z.: “El amor líquido”, Fondo de Cultura económica, México, 2005.
31 BECK, U. Y BECK-GERNSHEIM E.: “El normal caos del amor”, Paidós, Barcelona 1998.